"Fue el perro"- Cuento propio
Consigna: Escribir un cuento que incluya: 1 objeto con un jeroglífico, 1 perro negro, 1 objeto filoso, 1 enano, 1 reloj antiguo, 1 espejo roto y que el Narrador o Narradora sea interno, en 1° persona.
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Son las seis de la mañana, hora de empezar el día. Destapo mi cuerpo del grueso acolchado, me calzo mis pantuflas y me visto con mi sweater de lana preferido para pasar este crudo invierno. La cafetera en la cocina me espera mientras sintonizo la 2x4, radio de mi vida. Por suerte me mantengo cálida gracias al cuello de tortuga del abrigo el cual permite, junto al café, que esta mañana sea un poco más simpática. Al compás de los tangos, mi cuerpo danza por la sala. ¿Cómo estará Catalina? Hace tiempo no la veo a la niña ¿Necesitará ayuda en algo? Es tan buena ella, a la tarde la llamo.
El reloj antiguo de la cocina ahora marca las diez y cuarto de la mañana, ¡aún no limpié el living! Abro entonces el jarro con lavandina y empiezo a trapear el piso en compañía de Goyeneche. Una vez todo impecable, me siento a escuchar el noticioso. Habla este señor conocido, muy honorable y de buena dicha.
—Yo ando muy bien, ¿y usted? Sí, la Argentina está terrible, lo comprendo.
Pasado un rato de nuestra conversación, las palabras escritas en la televisión pasan a convertirse en un indescifrable jeroglífico. Ante tal incomprensión, apago la tele, me dirijo hacia la cocina y preparo el almuerzo acompañada de un perro negro que no para de ladrarme para que le dé mi comida. Qué insufrible, maleducado. Interrumpiendo la ruidosa escena, me llama por teléfono Enrique y me pregunta cómo estoy. Le explico entonces que me encuentro bien, y que me disculpe por los ladridos del perro de casa. Enrique hace un gran silencio y me pregunta de qué perro hablo.
—Mi mascota, hijo, no te hagas el tonto.
—No tenés un perro mamá.
Quién lo hubiera dicho, mi propio hijo tratándome de mentirosa.
—Enrique, no me creas embustera.
—Pero mamá, ¿adoptaste un perro hoy?
—Hace una semana está conmigo Enrique, no te hagas el tonto que me asustás.
—Mamá, fui ayer a tu casa y no había ningún perro.
Ahora resulta que no solo me trata de mentirosa sino también de loca. Yo no estoy chiflada, ¿me estará haciendo nuevamente una de sus bromas? Estoy harta de que me traten de engañar, lo hacen a propósito.
—Ya pasó el chiste, Kike.
No escucho sonido alguno del otro lado del cable por unos segundos.
—Kike, ¿estás?
—Si ma, perdón, ¿a la tarde puedo pasar por allá?
—Sí, ¿cómo no? Te espero con el té.
—Dale, ahora tengo que seguir trabajando, después te visitamos con Cata. Un beso.
Corta el teléfono y algo me suena extraño, parecía preocupado. ¿Por qué se preocuparía por haberme hecho un chiste? Bueno, tal vez le estoy dando más importancia de la que corresponde.
Sirvo entonces la milanesa con la ensalada de papa y huevo en mi plato. El reloj antiguo de la cocina ahora marca la una de la tarde. ¡Cómo pasa el tiempo! En fin, termino los últimos restos y llevo el plato vacío a la bacha de la cocina. Luego de lavar los platos, me dirijo a mi cuarto a tomar una siesta.
Me levanto repentinamente por un timbreo constante e incesante en mi departamento. En camino hacia la puerta, choco con el espejo del pasillo y éste cae al piso. Los pedazos esparcidos por el suelo impiden mi paso, pero tengo que ir a abrir la puerta urgentemente, no sé quién será y cuál será su urgencia. Paso entonces por encima de las partes filosas y me dirijo hacia el umbral del departamento. Es Enrique con un enano a su lado. Ah, es Catalina. Mi hijo me mira con cara de alivio y me pregunta cómo ando. Antes de que pueda contestar a su pregunta, dirige su vista hacia abajo y su expresión cambia por completo. Yo, que estaba contenta con su inesperado arribo, me empiezo a preocupar. Es entonces cuando observo mis pies cubiertos por un gran charco de sangre. La niña empieza a llorar y Kike me pregunta desquiciado qué había pasado.
—Fue el perro —le comento.
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Fue el perro
Son las seis de la mañana, hora de empezar el día. Destapo mi cuerpo del grueso acolchado, me calzo mis pantuflas y me visto con mi sweater de lana preferido para pasar este crudo invierno. La cafetera en la cocina me espera mientras sintonizo la 2x4, radio de mi vida. Por suerte me mantengo cálida gracias al cuello de tortuga del abrigo el cual permite, junto al café, que esta mañana sea un poco más simpática. Al compás de los tangos, mi cuerpo danza por la sala. ¿Cómo estará Catalina? Hace tiempo no la veo a la niña ¿Necesitará ayuda en algo? Es tan buena ella, a la tarde la llamo.
El reloj antiguo de la cocina ahora marca las diez y cuarto de la mañana, ¡aún no limpié el living! Abro entonces el jarro con lavandina y empiezo a trapear el piso en compañía de Goyeneche. Una vez todo impecable, me siento a escuchar el noticioso. Habla este señor conocido, muy honorable y de buena dicha.
—Yo ando muy bien, ¿y usted? Sí, la Argentina está terrible, lo comprendo.
Pasado un rato de nuestra conversación, las palabras escritas en la televisión pasan a convertirse en un indescifrable jeroglífico. Ante tal incomprensión, apago la tele, me dirijo hacia la cocina y preparo el almuerzo acompañada de un perro negro que no para de ladrarme para que le dé mi comida. Qué insufrible, maleducado. Interrumpiendo la ruidosa escena, me llama por teléfono Enrique y me pregunta cómo estoy. Le explico entonces que me encuentro bien, y que me disculpe por los ladridos del perro de casa. Enrique hace un gran silencio y me pregunta de qué perro hablo.
—Mi mascota, hijo, no te hagas el tonto.
—No tenés un perro mamá.
Quién lo hubiera dicho, mi propio hijo tratándome de mentirosa.
—Enrique, no me creas embustera.
—Pero mamá, ¿adoptaste un perro hoy?
—Hace una semana está conmigo Enrique, no te hagas el tonto que me asustás.
—Mamá, fui ayer a tu casa y no había ningún perro.
Ahora resulta que no solo me trata de mentirosa sino también de loca. Yo no estoy chiflada, ¿me estará haciendo nuevamente una de sus bromas? Estoy harta de que me traten de engañar, lo hacen a propósito.
—Ya pasó el chiste, Kike.
No escucho sonido alguno del otro lado del cable por unos segundos.
—Kike, ¿estás?
—Si ma, perdón, ¿a la tarde puedo pasar por allá?
—Sí, ¿cómo no? Te espero con el té.
—Dale, ahora tengo que seguir trabajando, después te visitamos con Cata. Un beso.
Corta el teléfono y algo me suena extraño, parecía preocupado. ¿Por qué se preocuparía por haberme hecho un chiste? Bueno, tal vez le estoy dando más importancia de la que corresponde.
Sirvo entonces la milanesa con la ensalada de papa y huevo en mi plato. El reloj antiguo de la cocina ahora marca la una de la tarde. ¡Cómo pasa el tiempo! En fin, termino los últimos restos y llevo el plato vacío a la bacha de la cocina. Luego de lavar los platos, me dirijo a mi cuarto a tomar una siesta.
Me levanto repentinamente por un timbreo constante e incesante en mi departamento. En camino hacia la puerta, choco con el espejo del pasillo y éste cae al piso. Los pedazos esparcidos por el suelo impiden mi paso, pero tengo que ir a abrir la puerta urgentemente, no sé quién será y cuál será su urgencia. Paso entonces por encima de las partes filosas y me dirijo hacia el umbral del departamento. Es Enrique con un enano a su lado. Ah, es Catalina. Mi hijo me mira con cara de alivio y me pregunta cómo ando. Antes de que pueda contestar a su pregunta, dirige su vista hacia abajo y su expresión cambia por completo. Yo, que estaba contenta con su inesperado arribo, me empiezo a preocupar. Es entonces cuando observo mis pies cubiertos por un gran charco de sangre. La niña empieza a llorar y Kike me pregunta desquiciado qué había pasado.
—Fue el perro —le comento.
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